Bebía a intervalos de tres noches por semana, procurando que éstos cuadrasen consecutivos. Salía a bailar buscando el agotamiento, llegando a mi habitación sólo con fuerzas suficientes para desnudarme antes de cerrar los ojos. Me cruzaba conmigo mismo en el camino de vuelta a casa, atónito, que siempre coincidía con las primeras luces del día. Las noches sabían a soledad y a sinrazón en la medida de lo razonable; dolía notar media cama vacía. Los anhelos y pesadillas que amenazaban mis horas rara vez eran descargados. Prefería digerirlos para no sentirme más solo, para no sentirme peor. A veces hasta me identificaba con la gente que me miraba, sintiendo como podía a mirarme a mí mismo desde sus ojos, ajenos a todo lo que rondaba mi cabeza.
Hay que llamar a las cosas por su nombre; esto acabó en el momento en que empezó.