Abnegación, que por su ausencia
brillaba en aquel período estival, empezaba a sacar lo peor de toda persona a
quien había creído conocer, y me tenía aislado en el epicentro; a mi alrededor todo
eran fuegos superficiales de artificio bajo los pantalones o justo sobre el
pecho y unas cuantas corazonadas que formaban un torbellino de desatino y demás
desventuras del querer dejarse querer, que a veces no significa ser querido en
absoluto. En verdad, seguro que era yo, que estaba un poco hasta los cojones de
absolutamente todo, y que muy a pesar de haber cambiado el método de titulación
por defecto seguía esperando al quinto tachado para continuar escribiendo
historias de besos bajo los cañaverales que me llenasen el tanque de cariño,
historias que no fueran ‘El de…’. Yo solo sé que en esa casa volvieron a pasar
muchas cosas y nadie se enteró de nada; o tal vez alguien se enteró de
demasiado. Llamémoslo espera del que al final desespera o pájaros en su cabeza,
el caso es que la sensación sísmica ajena me sacó de la cara la sonrisa y de
mis casillas en más de una ocasión, verles tropezando con alguna de mis piedras
favoritas me hacía sentirme descabalado, solo pensaba en empezar a girar yo
también, las ganas asomando en el bolsillo del pecho de mi camiseta azul marino
en aquella suerte de noche eterna que me atrapaba de manera implacable desde
tiempo hacía ya.
Aquel fue el momento en que llegó
un entonces a llamar a mi puerta, rescatándome del ojo del percal giratorio
para mantenerme a salvo por fin, un entonces alto y rubio cuya sonrisa delataba
que era de lejos el mejor entonces al que me podría haber aferrado, sus ojos
aprendiendo día a día a clavarse en los míos hasta obtener casi cualquier cosa
que pudiesen haber deseado, sus manos ancladas en mi cintura guiando
escalofríos a recorrer mi espalda de lomo a tomo como si de rayos eléctricos se
tratase. Algo me hacía ver que detrás de aquel rostro inocente se escondían una
serie de porqués que serían subsanados en un corto período de tiempo, que era
imposible evitar verse reflejado en aquel entonces tan jodidamente guapo, tan
auténtico. Y es que los entonces vienen con un punto al final de todo, un punto
que por mucho que intentes convertir en ‘y seguido’ termina siendo un ‘y
aparte’ de forma irrevocable. En realidad, lo bueno de un entonces es saber
verlo venir y dejarte llevar por el, la clave está en ser el primero en decir
hola, porque muchas veces con eso basta, saludar a una persona y secuestrarla a
los cinco minutos de conversación, se trata de perspicacia y otras artes del
crecer que ayudan a acumular el mayor número posible de ‘y seguidos’ hasta el
inevitable ‘y aparte’, que en el fondo no es más que un salto de renglón en el
que hay que aprovechar para recargar la tinta en la pluma que escribe la
historia.
Apagué el despertador del móvil a
las 07:50 tras una noche de pulpejo mordisqueado, sinrazón a escondidas y a
suspiros, besos de crédito y demás muestras de afecto, de dormitar a pierna
suelta y brazo bien tendido, como de improvisto y bajo un techo estrellado, la
cabeza de Buda me dio los buenos días con su halo fluorescente desde la
vitrina, y yo que no sabía ni quería ni podía despedirme, yacía en la enorme
cama con los brazos estirados al máximo para comprobar que, efectivamente, mis
dedos no alcanzaban los extremos del colchón. Luego un baño de espuma de sueños
y burbujas, que aunque no tendría por qué ser el último, olía como tal; media
hora de reloj a remojo y luego apaga y vámonos de manual. Desde entonces, en
concreto, unas cuantas excursiones del subconsciente que entre sueños y en voz
baja algo vienen a decir, mil y un lecciones del manual del mentor borrachuzo,
ciertas como la vida misma y un montón de detalles que recuerdan sin querer,
como apariciones que roban sonrisas ante escaparates y así hasta ciento. De
hecho hasta ciento uno, porque entonces me recordó que hay historias en las que
un punto ‘y aparte’ no significa, ni mucho menos, un punto ‘y final’.
1 comentario:
no sabes cómo me ha gustado leer esto desde aquí.
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