11 abr 2013

No sé que pasa con mi primavera, que la tengo como rizada y cuanto más me acerco a la costa, más se me empiezan a abrir algunas puntas y no hay quién me la peine. Será porque su llegada, bien tardía, me pilló amaneciendo en plena playa, recién salido de un club nocturno de los de gente guapa y botellines de Heineken con ponche, con la gorra por montera y las botas desgastadas en la pista de baile, de hacer del suelo poesía. Eso, o que era suficientemente tarde para decir que era pronto, las ganas sonando a golpe de contacto de la agenda telefónica del que tirar, el camino de vuelta a casa por delante y la tentadora piscina de la urbanización como oasis. Dos chapuzones después amanecía de nuevo en el más dulce de los silencios, bajo los primeros rayos de sol en semanas y justo a tiempo para un tentempié antes de presenciar un buen cabezazo literal  de esos que, si te pillan en posición de la risa, despiertan al bloque entero. No sé qué tiene mi gente que hacen que quieras retrasar para siempre el momento de trepar a la litera superior. Para cuando la suave voz de Silvia vino a buscarnos un par de horas después al dormitorio, el sol seguía allí, azotando la terraza implacable para hacernos disfrutar aún más del delicioso almuerzo en la terraza y demostrando que no hay prima que por la vera no venga, y si me apuras, que un sol merece a otro sol. 

A cientos de kilómetros de distancia de la playa, en el único otro lugar en el mundo al que jamás haya llamado casa, los amaneceres se irregularizaban unos a otros a golpe de horarios, locución y entregas, de preestrenos de documentales e investigación sobre programación televisiva, de horas extra de rodaje y prácticas de sistemas hipermedia. Y en medio de todo este caos uno más pequeñito, más particular; el de lo propio, lo de adentro, o más bien lo de siempre, lo inenarrable. Hace poco me contaron que las musas no cobran derechos de autor, y sin embargo a mí todavía me quedan facturas pendientes de antaño, pensamientos en sobre que van llegando como recibos de gas sentimental al buzón de mi piso, de la manera más repentina, como de sopetonto. También me contaron que con una musa o numen no se mantienen relaciones porque se pierde la conexión de inspiración, y esto manda el resto de teorías al cuerno, así que en el fondo de mí, decidí creerlo sólo a medias. Lo que sí que es cierto es que, tras todas y cada una de las cosas que dejé enterradas en la playa vienen enganchadas varias fotos que tenían que haber sido recortadas en triángulos y un montón de cohesión enunciativa de la que me hizo perder la coherencia textual durante largos meses. Y es que hay tres normas para escribir bien, la putada es que nadie las conoce.