6 oct 2013

Hay ciertos asuntos en esta vida de los que es demasiado complicado despedirse, y no digamos resumirlos; las últimas mañanas de este verano me lo hicieron ver claramente, amaneciendo como preludios melancólicos, de azul intenso y rayos de sinrazón colándose por las ventanas. Después de haberme hecho un par de maniobras trece catorce a mi mismo y tras el primer truco de escapismo nocturno con alevosía, decidí que era hora de soltar la maldita frase; Ha sido un verano. Dejémoslo ahí, porque es prácticamente impertinente ponerle un adjetivo esta vez, quizá para el año que viene, con más calma, me lo planteo. Y es que quedarse sentado a verlas venir como única opción no puede traer mas que catastróficas desdichas consigo, yo allí recostado, en cualquiera que fuese el banco, sofá o asiento de turno, dándole a la sinhueso un pelín más de la cuenta sobre algún que otro tema de conversación, por no seguir prolongando uno de estos largos silencios cómodos que vengo arrastrando esta última temporada... y obviamente, sin erótico resultado.

No era hasta justo antes del anochecer, cuando ya están las farolas encendidas y la playa se va quedando vacía, que el cielo se cargaba de un fucsia surrealistamente anhelante, acallante, de ese que trae arritmia cardíaca del haber querido pero ya no querer querer más. Para entonces, casi siempre cerveza en mano, cuando el sol amenazaba con darse el piro y las terrazas iban llenándose de nuevo, cuando la noche cobraba su carga positiva comenzaba el postludio, a cada cual más inesperado que el anterior, y casi todos salpicados de reencuentros con el pasado, de los que vienen con moraleja, pero manda cojones para encontrársela. Recuerdo una de esas noches en particular que me ayudó a comprender que tarde o temprano debía dejar de guardar rencor en una cajita, porque aunque fuese muy en el fondo de mi mismo, sabía que ninguno volvería jamás para recogerla. Y esa caja era, por tanto, el lugar donde se escondían mis resumentiras, pequeñas excusas para no tener que contar. Después de aquello, supe que algo tenía que cambiar, aunque fuese lo que estaba bebiendo en aquellos momentos, porque o estaba empezando a delirar tras aquella última ronda de tequila reposado o tal vez comenzaba a comprender por dónde iban los tiros y lo jodido que iba a ser empezar a buscar la manera de empezar. 

Entonces, justo entonces, fuera cual fuera la noche, volvía el amanecer, impune, a sacarme del modo avión, a hacerme caer; o en la cuenta de lo cíclico que es todo, o en el jardín más cercano y estallando en risa de la contagiosa, de la de no poder ni querer parar. Todo dependía del día, o más bien de la noche, que como venía queriendo decir eran mejores que los días. Y eso sí, puedo haber decidido no ponerle un adjetivo a este verano, pero ello no tiene que ver con que no le haya puesto un tono; sin duda ha sido un verano del color del alba, de ver el tiempo pasar lánguido a mi alrededor, o de languidecer yo con él hasta llenar mi colección de amaneceres en los sitios más insospechados o dispares, incluso mirando hacia ciertas ventanas, quién sabe. Alguna de estas ataráxicas mañanas comenzaban cuando te dabas cuenta de que ya no podías decir técnicamente que fuese de noche porque podías hasta empezar a broncearte, enésima copa en la mano, apenas sin voz pero con un nuevo paso de baile recién estrenado, a ver quién te manda a cama a tí a estas horas, y más después de una inesperada llamada desde cierto concierto. Así que abandonas tu posición estratégica decúbito supino en una tumbona de la piscina y saltas a ésta con la intención de refrescar tus pensamientos antes de rendirte al anhelante sueño de quien ya ni siquiera desespera, porque 'pa qué. A ver si salimos de ésta.

Pues como iba diciendo, ha sido un verano. Sé que no terminar esa maldita frase con un adjetivo la convierte en una auténtica resumentira, pero era eso o mandarlo todo a tomar viento, o por culo, según se mire, pero siempre bien lejos. Como cuando Amy metió todas las cosas de Frank en una caja, incluyendo el sostén de Moschino. Todo a la mierda. Y obviamente no andaba yo muy por la labor de hacer lo mismo, así que allí recostado, sinhueseando de más para ejercitar músculos y sin dejar por ello de sinrazonear, le contaba yo a mi vecínigham que tenía un montón de frases sueltas e inconexas con las que algo tenía que contar, porque él mejor que nadie comprende lo que se siente cuando tu inspiración se marcha con otro, la muy hija de perra. Y él me decía "tío, yo paso de follármela para que luego la haga reír otro" refiriéndose a su inspiración, o a la mía, o a las dos, o tal vez a ninguna, pero a mi me gustó esa frase, y supe también tenía que incluirla, y además, me hubiese gustado que fuese un final. Lo sé, soy consciente de que debería haberla dejado para el final pero es que tengo una mejor guardada, una que a él también le gustó. El caso es que su frase era la pieza del puzle que me faltaba para ver el todo, que importaba más que las partes al parecer, y sin prisa pero con bastante más que pausa me decidí a hilvanar todas estas frases para tratar de contar un todo yo también; un todo bien crudo, pero un todo al fin y al cabo. Y lo pospuse para contarlo desde aquí, la ciudad a la que llamaba mía hasta que comprendí que lo que me enamoraba no era la ciudad en sí, sino cuando hace no tanto ésta era un simple decorado y mi ciudad, en realidad, era él.