3 mar 2013

Enterrada bajo un montón de capas de pretextos y despropósitos se encontraba la coherencia textual perdida el día que los títulos comenzaron a tener sentido entre sí, bien dormida desde tiempo ha, y tras cuatro o cinco intentos de retomar la ardua tarea de découpage emocional, no tan en vano como pudo parecer, las ganas de contar se acrecentaban ante una pandilla mediana de cosas dispares que contar y Febrero prometía ser un mes más de antesala a algo emocionante, como tantos y tantos consecutivos. Puede que no tengamos todas las respuestas, o que éstas sean imposibles de encontrar, puede que este invierno no haya sido tan cruel como los demás acostumbran, por poder puede hasta que haya pasado página desde la última vez que arranqué una. Érase una mañana de las de después del último entreaños y sus nefastas consecuencias, una bastante cualquiera, de las de 'vente tú, que ni por salir de casa', y érase a su vez una noche atípica, infame como ella sola de esas en que cuando quieres darte cuenta estás de besimismo hasta las cejas, nostalgia arriba, caricia abajo. Y lo curioso es que ambas pertenecían al mismo día, que a partir de ahora conoceremos como 'el día que mucho, mucho después de cesar la tormenta, brilló el sol durante algo menos de dos horas', un día que, desearía, no hubiese tenido fin. Sin embargo y aunque hayan sido citadas, ambas mañana y noche no presentan relevancia alguna con respecto a la breve pero intensa acción, sino que ésta, como indica el extenso pero conciso nombre del día en que se desarrolla la misma, sucede en el intervalo temporal de apenas hora y treinta y cinco minutos en que el sol invadía el dormitorio.

Las tostadas siempre caen por el lado de la mantequilla, poniéndolo todo perdido. Los gatos siempre de pie, y además los muy cabrones tienen siete vidas. Los humanos, más de una vez con la misma piedra; el caso es caer, y en este caso concreto caer en la cuenta. Despuntaban las seis y sabedioscuantas de la tarde de un domingo y la ventana filtraba ráfagas de olor a hojas cayéndose y a hojas ya caídas a partes iguales cuando llegó el primer punto de giro en forma de beso no-tan-inesperado. Pero hay que subrayar ese beso bien, porque no fue uno cualquiera, o no estaría aquí contándolo, fue uno de estos que se ganan a pulso pasar a la historia, un beso de los que ponen la prosa dura, con su minúsculo a la par que tentador lunar en el labio superior y su susurro de después, que no por menos algo tan nimio como un beso se convierte en primer y trascendental punto de giro. Sabía a besimismo puro y duro, tan duro o más que la prosa, y cuando un beso sabe así es por dos razones bien claras; la primera, que no por ello más importante pero probablemente si, es porque besas sabiendo que vas a añorar, y por ello es aún más tentador. La segunda razón me la he dejado por descuido en el bolsillo derecho de sus vaqueros, no tan difíciles de desabrochar al fin y al cabo, junto a una de las sonrisas más sinceras desde hacía mucho, pero venía a decir algo así como que el pesimismo del que se carga el beso es simplemente eso, una carga, un condimento de nostalgia dulce que le da sentido a lo que viene después.Y por supuesto como casi todo el mundo puede comprender, la cosa se pone bien concupiscente en cuanto al dormitorio temporalmente soleado, y como en todo buen nudo de una historia del яevés que se precie de serlo, el beso lleva a otro y éste a un tercero, y cuando uno quiere darse cuenta ya no hay ropa. 

Para el segundo punto de giro algún imbécil decidió meter una llamada telefónica de las urgentísimas, que aunque no llegó a interrumpir del todo el ansiado clímax (siempre cinematográficamente hablando) anunciaba la inminente llegada de los créditos finales de una historia que merecía menos que cualquiera tener un final, porque debería haber sido eterna y no efímera. A pesar de todo no era otro el propósito de la escasa duración de la acción que el de potenciar la intensidad del mismo para aunar distintos instintos y vencer así a la cuenta atrás y saber leer entre líneas lo que el besimismo quiere venir a significar. Hay etapas que se cierran cuando uno menos se lo espera o más estaba disfrutando, y otras que simplemente no se quieren dar por concluidas al igual que hay personas que se tienen que ir en el mejor momento y otras que ni a patadas.  Por alguna sencilla razón que no llegué a comprender, el karma decidió aquel domingo cualquiera mandarme un mensaje de tregua en forma de múltiples coincidencias poco probables que poblaron los diálogos desde el primer al último minuto de la acción, que termina lejos de donde empezó, en un portal de las afueras de la ciudad con un último beso que ya no supo a besimismo, sino a besitivismo radical y un último intercambio de miradas que vino más cargado de segundas intenciones, si cabe, que el primero.