20 sept 2012

Contextualización.


En blanco a la hora de empezar a redactar de nuevo, como siempre, lutos sentimentales varios y otros cuentos para después de haber intentado dormir y no haberlo conseguido. Así y en paños mínimamente menores, tumbado sobre el desvencijado sofá de rayas, antaño mal llamado sofá cama, las horas contadas para ser suplantado por otro aparentemente trescientos años más joven, o sencillamente un intento frustrado de redecorar una vida. Recuerdo que antes dejaba los títulos para el final, me las daba de puntoycomista y abusaba del pretérito, no, espera, eso no he dejado de hacerlo, ni lo último ni lo penúltimo; supongo que cambiar algo no es tan fácil como lo pintan, al cabo y al fin. Me lo ha contado mi yo del espejo, que últimamente está algo más sabio con todo el tema de los días no vividos, puede que le haya notado un poco sensible, tal vez porque guardaba en una caja su pequeña colección de historias de vuelta al cole más prometedoras que la que estaba a punto de afrontar. Historias que hablan por si solas, pese a que tal vez sus títulos no les hagan justicia alguna, que esconden detrás de alguno de sus pliegues senda lección de algo parecido al amor grapada, anclada entre líneas para darles a todas las frases la cohesión que precisan para ser consideradas como texto en sí mismas.

Nunca me han gustado los/as mates, independientemente de lo que estos fueren, ni los autoestopistas sentimentales del te pillo aquí y punto final. Tampoco los martes, nunca han sido un día especialmente especial, ni mates ni martes, que solo traen pormenores. Corrían tiempos inciertos, de los que te adelantan cuando menos te lo esperas, tiempos de grandes cambios en pequeñas dosis, de dulce lentitud e incursiones a carta descubierta, las ganas queriendo ser algo que ya no eran, el pecho a dos mil y los últimos resquicios de mi cosecha personal desenterrados del cajón de las cosas a olvidar. Rescatados, más bien, por este tipo de coincidencias que solo se producen como resultado de la correcta alineación de los fenómenos. Secretos que no radican tanto en la puntuación o en el contenido, sino más bien en la estructuración del producto final, que muchas veces habla por sí sola. Fuere como sea, independientemente de los tiempos que corriesen, por fin había conseguido todo lo que llevaba tiempo persiguiendo, o casi todo, y estaba claro que era el momento exacto del detonador. Probablemente por ello siempre me entra una especie de miedo al primer indicio de cambio sísmico, por lo fácil que surgen los huracanes a mi alrededor debido a mi polaridad, es cuestión de meros segundos. Para ello solo hay que ponerse en el peor de los casos y restarle dos grados de iconicidad para una visión menos realista, como si llevases un par de copas de más encima. O tres. 

16 sept 2012


Abnegación, que por su ausencia brillaba en aquel período estival, empezaba a sacar lo peor de toda persona a quien había creído conocer, y me tenía aislado en el epicentro; a mi alrededor todo eran fuegos superficiales de artificio bajo los pantalones o justo sobre el pecho y unas cuantas corazonadas que formaban un torbellino de desatino y demás desventuras del querer dejarse querer, que a veces no significa ser querido en absoluto. En verdad, seguro que era yo, que estaba un poco hasta los cojones de absolutamente todo, y que muy a pesar de haber cambiado el método de titulación por defecto seguía esperando al quinto tachado para continuar escribiendo historias de besos bajo los cañaverales que me llenasen el tanque de cariño, historias que no fueran ‘El de…’. Yo solo sé que en esa casa volvieron a pasar muchas cosas y nadie se enteró de nada; o tal vez alguien se enteró de demasiado. Llamémoslo espera del que al final desespera o pájaros en su cabeza, el caso es que la sensación sísmica ajena me sacó de la cara la sonrisa y de mis casillas en más de una ocasión, verles tropezando con alguna de mis piedras favoritas me hacía sentirme descabalado, solo pensaba en empezar a girar yo también, las ganas asomando en el bolsillo del pecho de mi camiseta azul marino en aquella suerte de noche eterna que me atrapaba de manera implacable desde tiempo hacía ya.

Aquel fue el momento en que llegó un entonces a llamar a mi puerta, rescatándome del ojo del percal giratorio para mantenerme a salvo por fin, un entonces alto y rubio cuya sonrisa delataba que era de lejos el mejor entonces al que me podría haber aferrado, sus ojos aprendiendo día a día a clavarse en los míos hasta obtener casi cualquier cosa que pudiesen haber deseado, sus manos ancladas en mi cintura guiando escalofríos a recorrer mi espalda de lomo a tomo como si de rayos eléctricos se tratase. Algo me hacía ver que detrás de aquel rostro inocente se escondían una serie de porqués que serían subsanados en un corto período de tiempo, que era imposible evitar verse reflejado en aquel entonces tan jodidamente guapo, tan auténtico. Y es que los entonces vienen con un punto al final de todo, un punto que por mucho que intentes convertir en ‘y seguido’ termina siendo un ‘y aparte’ de forma irrevocable. En realidad, lo bueno de un entonces es saber verlo venir y dejarte llevar por el, la clave está en ser el primero en decir hola, porque muchas veces con eso basta, saludar a una persona y secuestrarla a los cinco minutos de conversación, se trata de perspicacia y otras artes del crecer que ayudan a acumular el mayor número posible de ‘y seguidos’ hasta el inevitable ‘y aparte’, que en el fondo no es más que un salto de renglón en el que hay que aprovechar para recargar la tinta en la pluma que escribe la historia.

Apagué el despertador del móvil a las 07:50 tras una noche de pulpejo mordisqueado, sinrazón a escondidas y a suspiros, besos de crédito y demás muestras de afecto, de dormitar a pierna suelta y brazo bien tendido, como de improvisto y bajo un techo estrellado, la cabeza de Buda me dio los buenos días con su halo fluorescente desde la vitrina, y yo que no sabía ni quería ni podía despedirme, yacía en la enorme cama con los brazos estirados al máximo para comprobar que, efectivamente, mis dedos no alcanzaban los extremos del colchón. Luego un baño de espuma de sueños y burbujas, que aunque no tendría por qué ser el último, olía como tal; media hora de reloj a remojo y luego apaga y vámonos de manual. Desde entonces, en concreto, unas cuantas excursiones del subconsciente que entre sueños y en voz baja algo vienen a decir, mil y un lecciones del manual del mentor borrachuzo, ciertas como la vida misma y un montón de detalles que recuerdan sin querer, como apariciones que roban sonrisas ante escaparates y así hasta ciento. De hecho hasta ciento uno, porque entonces me recordó que hay historias en las que un punto ‘y aparte’ no significa, ni mucho menos, un punto ‘y final’.